Hay lugares por los que pasas a diario cuando te desplazas por la ciudad. Son rincones que se convierten en escenarios recurrentes para tus fotografías. Elegir un encuadre, un tratamiento de la luz, el lugar que ocupa la gente en la escena, cómo se reflejará el movimiento... decisiones que transforman en diferente, cada fotografía que tomamos en ese lugar.
No me importaría en absoluto tomar unas cervezas con Karl y Fiedrich, y charlar con ellos sobre los fantasmas que hoy recorren Europa (y el mundo). Y aunque una imagen puede hacernos viajar en el tiempo, lo hace solo en el terreno de la realidad fotográfica, de lo ficcional. En lo material, en la realidad palpable, solo hay un cartel que divide la escena en dos mitades.
El acto de fotografiar, tiene mucho más que ver con escuchar que con hablar. Es, en esencia, un acto de mirar hacia los demás. Así, si te encuentras con una mujer sentada junto al río, ensimismada, el colocarla dentro de tu encuadre, es sobre todo, un intento de escucharla.
Aunque no echo de menos la fotografía química, de vez en cuando, algunas imagenes me piden ese aire que tenían las copias que recogíamos con impaciencia en el estudio fotográfico, algunos días después de haber dejado el carrete para revelar. Yo intento dárselo, pero eso sí, sin nostalgia.
Decía Leonard Freed que ninguna foto debería ser absolutamente perfecta, porque eso la mataría. Yo no busco la perfección, solo el reflejo de una ventana en el espejo.